Leyendo en una plaza
Me siento a leer
en el banco de una plaza.
Pasan y me saludan
unos cuantos conocidos:
amigos de la infancia,
compañeros del fútbol,
gente varia que antepone
un hola o un qué tal a mi nombre;
pero sé que me sienten extraño
porque estoy leyendo en la plaza
y no estoy embebido
en las urgencias del rebusque,
en las maravillas absorbentes de la telefonía móvil
y sus inagotables novedades.
Estoy leyendo:
nada que me hunda
en las vesanias políticas
o en las infames astucias del día
o en los afanes de quienes
hacen de la vida una excusa
para sus quejas o sus arrogancias.
2
Estoy leyendo en una plaza,
me demoro en un verso,
me quedo pensativo,
miro los árboles, los transeúntes,
los niños que patinan, montan bicicleta, juegan pelota,
corren de un lado a otro, y vuelvo al libro,
al verso que me tocó,
que me pidió repetirlo.
Algo me dijo el poeta
desde el primer verso,
me pasea por su infancia,
por su nostalgia, por sus palabras
ahora mías, ahora que él
ya no pisa la tierra y con él repito:
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
El poeta
Cuando otros se demoraban en las flores,
los frutos y las temporadas,
él se fijó
en la raíz y en la nuez,
y
a todos los contempló con igual reverencia.
La alegría sometida
La noche comienza más temprano en las ciudades vencidas:
los ladrones y las ratas
prescinden de la cautela
y de los pasos furtivos.
La alegría
es un enemigo replegado,
la llave
que un borracho solitario
busca en una alcantarilla.
La risa
se adereza en procacidades,
sirve de capote al desconsuelo.
No serán bondades
ajustadas en parágrafos
las que brinden a los rostros agostados el semblante de la celebración
y el cariz exultante del espléndido ahora.