Desde las noches de pánico de mi infancia has estado siguiéndome.
Te asomas a la ventana de mi cuarto, tocas suavemente mi hombro.
Te he visto danzar en las calles de la ciudad,
he visto cómo sosegabas el rostro de un mendigo atropellado
y cómo evitaste a un recién nacido los seguros rigores de su porvenir
en una casa donde las mujeres esperaban el dinero de hombres deseosos.
Si miro por mucho tiempo mis manos, preveo tu ritual convirtiéndolas en las tuyas.
Y salí a buscarte una noche por un potrero, creyéndote ajena a mí
y creyendo que podía retarte y supe, agotado y de cara al cielo, de tu serena dignidad,
y supe que te anunciabas con señales muy íntimas a la hora por ti fijada.
Has cerrado en mi cara puertas de habitaciones donde otros te esperaban,
entraste a mis sueños para anunciarme el adiós agradecido y gentil de mi padre.
Después viniste con las lluvias de agosto y eras tú el rostro envejecido de mi madre,
ahondando su decepción, gritando con su voz, secando su cuerpo que te clamaba.
Te sentía llegar cada noche como el aleteo de un pájaro inmenso
y en el trastornado dormitar hundías tu boca en mi estómago.
Tu precisa reciedumbre me obligó a llamarte,
a pedirte que te hicieras visible.
Imaginé un diálogo contigo que terminaba al amanecer, cuando tú,
respondiendo a mis súplicas cerrabas los ojos de ella.
Muchas veces te he visto y te he soñado,
y me has hecho contar muchas horas de espera.
Ya te veo caminar hacia mí por un callejón que aún no conozco.
Desde las noches…
