Pienso que cumplir años no tiene o no debería tener ningún mérito; siento que, en estos tiempos actuales, es solo cuestión de suerte. Y si debemos hablar de méritos quizás deberían llevárselos los que nos aguantan: de los que perdonan nuestras ínfimas miserias y continúan en la diableada tarea de querernos. Hoy cumplo un año más.
Es algo impresionante que he llegado vivo, una vez más, a un nuevo cumpleaños; con buena salud; cocino lo que yo quiera, tengo unos hijos maravillosos y una esposa con una generosa tolerancia que, por lo general, poseen las mujeres para aplacar los caprichos de los hombres.
He atravesado escollos que, por momentos, he pensado que no puedo superar. Pero contar esas situaciones creo que no le puede interesar a nadie. Luego de tantos millones de personas que han muerto durante esta pandemia incólume que no tiene compasión, ni fe, ni ley, ni memoria ¿Qué más puedo pedir? Creo que soy bastante afortunado, aunque no puedo negar que algunas veces, luego de apagar a luz para dormir, me aterra la idea de no volver a ver a la autora de mis días, es decir, a mi madre. He aprendido en mis 32 años que ahora estoy cumpliendo (los que para algunos son muy pocos, pero para mí ya son unos cuantos) que nosotros los humanos con la ausencia -de nuestros seres queridos- nos volvemos más cariñosos y más compresivos y he comprendido que nuestros familiares tienen pies de barro y no son para siempre; ya que la muerte cuando ronda de esta manera llamada «COVID-19», rara vez decepciona; ése es el oro que tiene el mundo hoy día para regalar a manos llenas, como una especie de lotería que el ganador no tiene la oportunidad de rechazar el premio. ¡Y pensar que vivimos sin rendirnos cuentas serias de nuestra existencia!